El 6 de julio de 2003, León vivió una jornada electoral que marcó un cambio significativo en su historia política. En una contienda reñida, don Ricardo Alanís Posada, empresario textil y candidato del PAN, se alzó con la victoria como presidente municipal. Su triunfo no solo lo consolidó como un líder político, sino como un hombre que sabía combinar la formalidad de su cargo con una cercanía genuina hacia las personas. A lo largo de los años, lo que comenzó como un trato cordial se transformó en un respeto profundo, marcado por colaboración y momentos que reflejaban su esencia humana y auténtica. La campaña que marcó su historia. El camino de don Ricardo hacia la presidencia municipal no fue sencillo. Como candidato del PAN, enfrentó una de las contiendas más reñidas que León había visto. Su principal rival fue Eliseo Martínez Pérez (QEPD), exalcalde de León, quien lideraba una coalición formada por el PRI, el Partido Verde y Fuerza Ciudadana. Eliseo, conocido por su discurso directo y su capacidad para señalar las fallas del gobierno panista, logró reducir la ventaja inicial de don Ricardo en las encuestas, dejando la contienda en un margen ajustado. Sin embargo, don Ricardo tenía una fortaleza que lo distinguía: su capacidad para conectar con las personas de manera genuina. No era un político que se escondiera tras promesas vacías ni discursos grandilocuentes. Su fortaleza radicaba en el trato directo, en escuchar las necesidades de la gente y en transmitir confianza con su autenticidad. Al final, estas cualidades marcaron la diferencia, inclinando la balanza a su favor. El 6 de julio, su triunfo no solo fue una victoria para el PAN, sino una muestra de cómo un político puede ganarse a las personas a través de su humanidad. Sin embargo, ese solo fue el comienzo de una etapa donde don Ricardo mostró que su liderazgo no se limitaba al ámbito político, sino que se extendía a su capacidad para generar conexiones reales. El primer encuentro: una comida que lo presentó como es. Poco tiempo después de su elección, tuve la oportunidad de tratar a don Ricardo en una comida organizada en “D’Jordis”, una charcutería ubicada en la calle Atenas que, en aquel entonces, era un lugar modesto pero encantador. La invitación vino de dos figuras clave: Amador Rodríguez Leyaristi (QEPD), un hábil operador político con quien compartí muchos momentos importantes, y Arnoldo Cuéllar, periodista reconocido por su aguda mirada crítica. Ese día, Jorge, el propietario de la charcutería, quien también ya ha fallecido, preparó un banquete español en una pequeña cocina improvisada. Pero lo que realmente quedó en mi memoria no fueron los platillos, aunque eran deliciosos, sino la conversación. Don Ricardo llegó puntual, relajado y con una sonrisa que rompía cualquier formalidad. Apenas tomó asiento, comenzó a contar anécdotas de su vida, como sus años como taxista —o “chafirete”, como él decía con humor— en la Ciudad de México. Con sus manos imitaba el volante de un viejo Volkswagen, provocando carcajadas en todos los presentes. Lo que destacó de ese encuentro fue su naturalidad. No hubo discursos ni poses, solo un hombre sincero, lleno de humor y con una habilidad única para conectar con quienes lo rodeaban. Aquella comida dejó en claro que don Ricardo era un político atípico: alguien que, pese a su cargo, mantenía una cercanía genuina y una disposición para escuchar y reírse de sí mismo. Trato frecuente: proyectos y entendimiento. Después de aquella comida, don Ricardo y yo comenzamos a coincidir con mayor frecuencia debido a temas relacionados con la política. Aunque veníamos de trincheras políticas diferentes —él como alcalde panista y yo como dirigente estatal del PRI y Diputado Federal—, nuestras diferencias ideológicas nunca fueron un obstáculo. Don Ricardo era un hombre pragmático, que entendía que las verdaderas soluciones requerían diálogo y cooperación. Uno de los proyectos más significativos en los que trabajamos juntos de entre varios fue el Boulevard Timoteo Lozano, una obra que él consideraba crucial para León. Cuando revisamos las solicitudes del gobierno estatal, encontramos inconsistencias que podían poner en riesgo su aprobación. Me comprometí a corregirlas desde mi posición en la Cámara de Diputados, y finalmente logramos incluir el proyecto en el presupuesto federal. Cuando le informé que lo habíamos conseguido, su entusiasmo era evidente. Ese momento consolidó una relación basada en el respeto mutuo y el esfuerzo compartido. Un invitado especial en una celebración inolvidable. Diez meses después de su triunfo electoral, celebré la primera comunión de mi hijo Wintilo y de mis sobrinos Yvonne y Jake. Fue un evento familiar importante, al que asistieron más de cien compañeros diputados federales del PRI, junto con amigos y familiares. Aunque la mayoría de los asistentes no compartían afinidad con el PAN, invité a don Ricardo, quien llegó puntual, con esa calidez y disposición que siempre lo caracterizaban. Ese día, don Ricardo no solo cumplió como invitado, sino que se integró con la misma naturalidad con la que siempre enfrentaba cualquier situación. Me acompañó a saludar mesa por mesa a los asistentes, presentándose con entusiasmo y generando conversaciones amenas con todos. Su habilidad para conectar con las personas era evidente. No necesitaba discursos ni formalidades; simplemente con su presencia y su carisma era capaz de ganarse el respeto y la simpatía de quienes lo rodeaban. Recuerdo cómo uno de mis compañeros diputados, acérrimo crítico del PAN y sus políticos, terminó conversando animadamente con don Ricardo y, al final, riendo a carcajadas. Ese era el efecto que tenía: hacía que las diferencias desaparecieran y que las personas lo vieran no solo como un político, sino como un hombre genuino. Su presencia en la comunión no solo fue un gesto de cortesía, sino también una demostración de su capacidad para desenvolverse con confianza y amabilidad en cualquier entorno. Aunque la mayoría de los presentes no compartían su ideología, don Ricardo encontró la manera de conectar con cada persona, dejando una impresión positiva en todos. El legado de don Ricardo. Hoy, al recordar esos años, pienso en don Ricardo no solo como un político destacado, sino como un ser humano excepcional. Su participación en aquella comunión no fue simplemente un acto social, sino una muestra más de la cercanía y el carisma que lo definían. Fue capaz de integrarse en un evento lleno de personas con ideologías distintas, y lo hizo con la misma naturalidad con la que dirigía reuniones o contaba anécdotas en la sobremesa. Don Ricardo Alanís Posada es, y seguirá siendo, un recordatorio de que la política puede ser más humana, más cercana y auténtica. Su historia no solo se cuenta a través de los proyectos que impulsó o las elecciones que ganó, sino en los pequeños momentos en los que dejó una huella imborrable en quienes tuvimos el privilegio de conocerlo. (By operación W).